martes, 24 de junio de 2014

Ángeles y Vicente de Alisitos


Titulo original, "Un Corral de Oro"

Hay personas que en sí mismas son leyendas; como mis compadres, Ángeles y Vicente de
Alisitos. —QEPD— La gente de La Misión los conocía, mucha gente del Primo Tapia también los conocía; poca de Tijuana, otra poca de Los Ángeles, California; muchos estábamos familiarizados con ellos. Fue una verdadera tragedia haberlos perdido en un accidente automobilístico, un poquito antes de llegar a su casa.

Solo cuando alguien es leyenda su funeral es concurrido por más de cinco mil personas.

Recordamos, algunos vecinos, a Vicente por su forma poco usual de llamar a la puerta a sus amigos; silbando se anunciaba; silbando nos decía, "hola", "aquí estoy", "aquí ando".

Tenía un corral de gallinas.

Un fin de semana antes del terrible accidente silbó Vicente a mi puerta, para decirme: —Hay le encargo, compadre, todo este fin de semana a las gallinas; voy a tener visita, y valla a la casa más tarde, va haber fiesta.

Las fiestas también eran singulares cuando eran organizadas por mis compadres.

Aquel lunes, 24 de junio, fui a darles de comer a las gallinas; noté que el tambo de la comida estaba abierto, "más tarde le pregunto a Vicente si fue él, quién lo dejó abierto", pensé; mientras a la distancia se escuchaban sirenas de ambulancias. Nunca me imaginé que esto fuera un mal presagio.

Ya no volvieron, mis compadres.

Íbamos a ampliar el negocio y mejorar las ventas. Una día le dije, "de chico y joven quería dedicarme a esto, a la cría de gallinas", y a partir de ahí me hizo participe de su negocio, que ya venía con números redondos, lejos de la media docena de huevo que me correspondían por darle de comer de vez en vez a las gallinas.

Pero Vicente tenía otro socio, él que se encargaba de traer la comida de las aves. Al morir Vicente y su esposa, me dejó su parte el socio de mi amigo, pero los hijos, no: —¡No! las gallinas son mías —me dijo Armando de diez años, mientras Fernando, su cuate, de igual manera reclamaba: —¡y mías!

Parece que los abuelos  de los niños; los papás de Ángeles, no las querían, pero ellos, mis sobrinos adoptados, las gallinas las lloraban.

Barrilitos sin fondo, felices y tragonas —así les decía a las gallinas— creídas, chillonas; muy amadas por unos, y muy odiadas por otros de los vecinos.

Después ya no solo extrañaba a mis compadres, —y a su familia que ya lejos— todavía no se las llevaba a los ni­ños, y ya extrañaba también a las gallinas; me parecía casi imposible deshacerme de tan bonita herencia.

Un día decidí llevárselas a los hijos de Vicente. Allá van estar mejor, con mis ahijados, mis sobrinos adoptados; y a éstos yo les dije: cuídenlas, cuiden el corral; que no les falte agua, que no les falte grano ni semilla, protéjanlas de la lluvia y del frío, que nunca sufran por falta de cariño —lejos de las aves de rapiña— quiéranlas, como si cada cual fuera una niña y cada gallito un niño. Recompensa:

¡UN CORRAL DE ORO!

Al regresar a mi casa, después de haber perseguido transporte, corretear y llevar a los hijos de Vicente sus gallinas, me fui a reposar al sofá, donde me quedé dormido... Cuando un silbido allá a fuera me despertó; pronto me dirigí a la puerta y a la calle, ahí estaba Vicente riéndose de mí, mi compadre:

—¿Qué hizo, compadre? ¡Ya eran suyas! ¡Qué oro ni que oro! a los hijos nunca les interesan los negocios de sus padres.

—Vicente, ¿yo creía que te habías muerto? —quitándome las lagañas fue lo único que dije, a lo cual me respondió:

—¿Ah, qué ya me morí? ¿qué le pasa, compadre? Recuerde que los buenos amigos algo llevan de Dios que nunca muere.
Por su puesto, estaba soñando.

Al despertar, ya bien, me dije: —"Es demasiado tarde Vicente, ya se las llevé a los cuates" "¿si esto fue un sueño, por qué tan real?" ¿y si esto es real, por qué no me lo dijiste antes? En el fondo sé muy bien —compa— que querías a los cuates responsables.

Pocos días después, llegaron a mi casa Fernando y Armando, diciendo, —"Padrino, padrino, ¡ya se nos murieron todas las gallinas!"

¡Qué razón tenías mi compadre!

—En memoria de Ángeles Corona y Vicente Aldaz—