—Como para celebrar el 10 de Mayo, día de las madres en México—
Nosotros vivíamos en Los Ángeles, California; La guerra con Corea que sostuvieron los gringos en 1953 ya se había acabado, yo tenía como doce o trece años...
Ya teníamos algunos años radicando en los Estados Unidos, precedentes de Tijuana; por eso fue que Antonio, mi hermano con apenas mayoría de edad fue reclutado —por obligación— a la guerra; para esta intervención de Estados Unidos con Corea. Como siempre, nuestra preocupación como mexicanos, era que usaban a soldados mexicanos como carnada y eran los primeros que mataban en las intervenciones americanas.
La guerra ya se había acabado, y "Toñito" como le decía mi mamá, no volvía, estábamos como la canción de Mambrú, no venía ni para "Easter" (Pascua) o "Christmas" (Navidad)...
Ya habían regresado, según eso, todas las tropas a "Mainland" (Estados Unidos) y Antonio, ni sus luces... Lo único que estaba a favor de nosotros, y sobretodo a favor de mi mamá, era que no habíamos recibido esa notificación que los americanos dan cuando muere un soldado en la guerra.
Otra posible cosa a nuestro favor era que Antonio no tenía la costumbre de escribir, antes el correo convencional era nuestra única forma de comunicación para los soldados mandados "overseas" (ultramar). Lo esperábamos, pero más mi mamá, que lo esperaba con ansias.
Vivíamos en Los Ángeles cuando era una ciudad grande, pero no una magna ciudad todavía, vivíamos en una de sus lomas, y la fortuna de tener una vista escénica, panorámica hacia un "freeway", una carretera libre; que a lo lejos, por la lejanía corría como paisaje, pues el ruido que pueden hacer los vehículos de todo tipo, nos llegaba a nuestros oídos apenas muy ligeramente, muy bajito y sin molestia.
(So) Así que, era humanamente imposible distinguir a las personas que tripulaban en los carros y los camiones que corren —corrían— en esa carretera libre.
Estábamos en el porche —sin querer y sin planearlo— viendo aquel panorama del "freeway", a los lejos se veían varios camiones tripulados por lo que ni parecían soldados. Mi mamá que tranquilamente, bajo un día de primavera, disfrutaba de aquel panorama, Exclamo: —¡Paolita, Paolita! ¡Hay viene Toñito! ¡Ya llegó Toñito, lo acabo de ver!
Por la lejanía, y bajo esas circunstancias, pensé que mi mamá ya se había vuelto loca, pero claro, no le dije nada, y pronto se dispuso hacerle su comida, y su postre favorito; le arregló la casa como de fiesta infantil, y por su puesto su cuarto lo dejó perfumadamente limpio; y algo que también hizo fue avisarle a todos los vecinos y amigos que pudo.
(So) Así que mi preocupación era, la tristeza que Antonio, imposible que llegara, le provocaría a mi mamá que como una loca, haciendo tantas cosas, tanto trabajo; y yo pensando en las heridas venidedas, le decía: —No, mamá no te engañes tu solita, a Antonio, seguramente ya lo mataron, jamás volverá, confórmate mamá. —No, Paulita, ya lo vi, venía en uno de esos camiones. Arreglate y ponte bonita, para ahorita que llegue.
Todo el resto del día mi mamá estuvo al pendiente, y en repetidas ocasiones se salía de la casa para buscarlo a lo lejos.
Empezó a oscurecer, mi mamá seguía feliz, y yo desconcertada. Eran entre las 8 y 9 de la noche, cuando alguien tocó a la puerta, y mi mamá gritaba entusiasmada: —¡Ya llegó Toñito, ya llegó Toñito! y corrió como una joven para abrir la puerta:
Era Antonio.
¿Cómo pudo mi mamá reconocer a mi hermano desde una distancia irrazonable? Nunca lo sabré.
—Paulin Castro, Spring Valley, CA—
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