lunes, 6 de febrero de 2012

El Espectro del Kilometro 10 y Medio


Era entonces, el kilometro 10 y medio del bulevar Díaz Ordaz, la orilla de la ciudad. La luz mercurial era muy escasa, y los vecinos muy pocos. Yo vivía en el segundo piso de una casa amarilla que había allí, frente a la Parroquia de Guadalupe, en La Mesa, de Tijuana.

Hacia el norte, la pueblerina Tijuana; su centro, la línea y después, Estados Unidos. Al sur, la presa, y de La Mesa a la Presa, nada, tan solo campo y muy poquitas casas.

Los vecinos, nos conocíamos por nombre, pero tan solo me acuerdo de sus nombres, sin recordar sus apellidos.

Había un invernadero a lado, enseguida un puesto de tacos, y al otro lado, una tiendita y una farmacia. Enfrente, otra tienda, abarrotes Gonzales, casi a lado de la iglesia. Y allí, justamente, era uno de los lugares, donde platicaban, de un fantasma, de un espectro —en serio— que era real, y no un cuento.

Que cruzaba la calle, el Bulevar Díaz Ordaz; a veces a las seis de la mañana. Otros lo habían visto, cruzando la calle —en la tarde-noche— cuando la luz del sol languidece, y se parece a la misma lánguida luz de la mañana.

Decían que al cruzar la calle, lo veían llorando, otros que lo veían como rezando, y que se dirigía a la iglesia que esta a lado. Que era el muchacho —el taquero— que una vez atropellaron, precisamente allí, haciendo el mandado; otro tanto, y muchas otras cosas más decían.

Una vez, como entre las cinco y las seis de la mañana, vi a un muchacho, bastante raro, iba rezando y con un rosario entre las manos, iba vestido —todavía— con un delantal y un gorro blanco y con una pluma al oido. Me hizo recordar al muchacho que atendía el puesto de tacos enseguida del invernadero.

Y lo vi, exactamente cuando iba al mandado.

Le dije a la muchacha de los abarrotes:

—Acabo de ver a tu fantasma.

—Sí, el muchacho ha cruzado otra vez la calle, esperando, otra vez a que abran la iglesia. —Me contestó ella.

Que abran la iglesia, figuradamente, porque su pared de enfrente le faltaba; estaba siempre abierta. Y ella, se refería al cielo.

«El fantasma, el espectro, o simplemente, el muchacho» era el tema de ambas tiendas y de la farmacia. De la señora que vendía donas, y la de los tamales. Decían entonces que le falto su cruz, y sus plegarias, de rezarle un padre nuestro o hasta de una misa. Otros, que era de la vista un eco, como el eco del sonido, que también la imagen se repite.

Lo que si es cierto, —y nadie dudaba— es que aquel muchacho atropellado era aun muy joven, y no quería; ni debía morirse. Y si se nos aparecía era por algo...

Ya de esa localidad, solo quedó la iglesia. De las tiendas, y la farmacia y los vecinos, parece ser no quedo nadie, ni nada. Pero en ese lavacarros donde una vez estuvo mi casa; ahora platican de un muchacho, con su delantal, su gorro y su rosario, que alguien ve, ahora muy de vez en cuando...



—Vecino de La Mesa, Tijuana—