Todo comenzó una tarde del año 1991 cerca de la Zona Centro de Tijuana.
A las siete de la tarde habían terminado mis clases de canto y música en la academia de la Anda. Mi papá me apoyaba mucho en eso de la "artisteada". Yo, trataba de sacarle el mayor provecho posible a ese sueño de cantar, y vaya que enfrenté mis temores, ya que siendo un chico bastante tímido aprendí a cantar frente de mucha gente y a disfrutarlo a la vez.
Una de las compañeras nos invitó a su casa, la cual no quedaba muy lejos de ahí. Solo dos o tres la acompañamos.
Pasamos un buen rato con su familia, vimos vídeos musicales, platicamos, reímos, pero ya pasadas las 8 de la noche me despedí, no podía quedarme mucho tiempo. Claro, era un chico de a pie y de camiones, así que me encaminé hacia la Zona Río, unas seis cuadras, para una vez ahí tomar uno de los dos transportes públicos para llegar a casa.
Una vez parado donde esperaba el camión me llevé una sorpresa bastante desagradable, no lo podía creer. Mis bolsillos estaban vacíos, ni un solo peso me acompañaba. ¡Pero qué descuido! ¿Cómo me pudo pasar esto de no llevar dinero?
Me estaba angustiando y pensé en pedirle dinero a la gente que pasaba por los lados, ¿Y, si le pido dinero a esa señora?, ¿Y, si mejor le pido a ese anciano y le explico a donde voy? Pero me ganó la timidez, o la vergüenza de mi situación, y al ver que el tiempo avanzaba drásticamente, me armé de valor. No tenía que pensarlo mucho y me decidí, no a pedir dinero, sino a irme caminando a mi casa, la cual no estaba para nada cerca.
Me preocupaba mucho cierta persona especial que me esperaba en casa, siempre a la misma hora.
Me consideraba a mi mismo como buen caminante, en ese entonces ni de chiste era corredor, ni tan solo un poco. Lo malo del asunto es que llevaba zapatos lo cual hacía más difícil el apurar mi pies. Ver el monumento de Cuauhtemoc me hizo ubicarme en la realidad de la lejanía para llegar a mi hogar.
Dejé Zona Río, subí la rampa a un lado de la colonia Libertad, había que subir y subir, con destino próximo al aeropuerto.
Todo nervioso y acongojado sabía que si no me apuraba llegaría hasta la media noche. Así crucé varias colonias, 70-76 a un lado, Libertad parte alta, del otro. Así que troté, como dije, no era corredor ni nada parecido, pero trotaba sin parar, no quería parar.
Llegué a la calle del aeropuerto, pero con mis pies adoloridos, esos zapatos estaban más pesados y ajustados de lo que creía que eran. Sentía el surgimiento de algunas ampollas. Ni hablar, yo me había buscado todo eso.
Y sucedió que alguien se apiadó de mi, un señor que detuvo el andar de su coche me invitó a subir ¡Que maravilla! le agradecí mucho a ese "ángel" por el raite. Solo fueron pocos kilómetros, pero me sirvieron de mucho, descansé mis piernas y ahorré tiempo.
Lamentable fue que él no iba en mi dirección, así que me bajé donde comienza el bulevar Bellas Artes en Otay.
En ese entonces no sabía calcular distancias, no obstante, sin saberlo me restaban cerca de seis kilómetros más.
Cansado, sediento, hambriento y preocupado lamenté mi falta de valor para pedir algo de dinero en la calle, o al menos debí haberme regresado a la casa de mi amiga y pedirle prestado a ella.
Seguí alternando caminata rápida con trote mientras me dirigía en linea recta por el bulevar industrial.
Ya pasaban de las diez de la noche y yo era un chico que no acostumbraba a llegar tarde a casa a menos que supieran de mi, a donde fui y con quién estaba, pero ni una moneda me encontré tirada por casualidad para llamar y avisar desde un teléfono público.
"Ojalá alguien me reconociera y me diera raite"; mis piernas ya estaban muy cansadas, mis pies dolían más debido a los incómodos zapatos.
Las horas esa noche me parecían tan cortas y a la vez la noche tan eterna...
¡Yaaaaa! Ya quiero llegar... "Perdóname mamá por ser tan torpe y llenarte de preocupaciones".
Entré al fin a la colonia Las Torres. Nunca había tenido tantas ganas de llegar a casa. Eran tal vez las once de la noche y mis pies se apuraban cada vez más y más.
No paré hasta ver la casita y mi madre afuera con dos de mis hermanas; esperándome, ella dio algunos pasos adelante para recibirme. Su rostro cambió de la angustia a la felicidad al ver que me encontraba bien, había llegado a sus brazos. Me di cuenta que no importaba tanto llegar a casa, sino llegar a ella, a ese corazón que tanto anhelaba verme llegar.
—Tomado de ""Corre, Héctor, Corre"—
Publicado en Tijuana, el 27 de agosto, 2014
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