sábado, 1 de septiembre de 2012

El Piano


Mi tía, la hermana de mi madre —hermanas por adopción— había viajado por todo el mundo; y después de haber vivido en España y Francia por muchos años, decidió un día regresar a su natal México, para eso se trajo todas sus curiosidades que había coleccionado por Europa, entre cuales se encontraba su más preciado objeto: un piano que compró por su recorrido en Alemania.

Es que mi tía había recibido una herencia muy grande, al convertirse en heredera universal de sus padres; y supo como organizarse para vivir como una reina entre lujos y más lujos; pero lo malo es que mi madre —al no ser hermana natural de ella— era como la criada de mi tía.

Mi madre no lo podía ocultar, era terrible el dolor que mi tía le causaba.

Yo quería pensar bien de mi tía; pero aunque sintiera simpatía por ella; yo siempre vi mal, el mal trato que siempre le dio mi tía a mi madre; la cual sabía muy bien donde mi tía guardaba una buena cantidad de dinero que escondía: en la caja del piano...

Un día mientras me daba clases de piano, ella le dijo autoritariamente a mi madre: "cuando termines de darles de comer a mis perros y termines de limpiar los baños, te llevas a este muchacho y lo metes a bañar; no quiero que Iñaki me llene de piojos mi casa."

Me dio mucho coraje aquello que dijo mi tía; pero no le dije nada. Lo que sí hice, cuando ella me dejó solo en el piano, abrí la caja y tomé el sobre, de donde mi madre me había dicho se encontraba esa gran cantidad de dinero en efectivo; y me lo eché entre los libros de mi mochila.

Por su puesto, mi madre supo y solapó mi acción, y cuando mi tía se dio cuenta la tuvimos que llevar a un hospital psiquiátrico; donde tuvo que ser internada por el desequilibrio psicológico que este robo, acción mía le causó.

Yo me confortaba pensando para mi mismo: "se lo merece, con todo y su dinero, ella nunca más ofenderá a mi madre." Mi madre me escondió por si a caso, mandándome a Tijuana, donde hice vida y nunca más volví a ver ni a mi madre, ni a mi tía; pero nunca perdí el contacto con mi madre, la cual se encargó de que —después de salir del hospital mi tía— de nunca decirle lo que hice.

Pasaron muchos años, me hice viejo, y mi tía murió cuando estaba por cumplir los cien. Creo que fue una broma de mal gusto de parte de mi madre cuando recibí vía mudanza terrestre el piano de mi difunta tía.

Me llegó el piano íntegro, tal como lo veía en la infancia y en la temprana juventud; fino, limpio, brilloso, intacto; pero me molestaba verlo. Me recordaba tantas cosas... La arrogancia de mi tía, el mal trato de mi tía para mi madre, las clases de piano que tanto odiaba, y... lo que más me incomodaba, era que ahora iba a ser el eterno recuerdo de mi acción... mi mala acción.

El piano era un H. Lubitz de 1890, mi madre sabía que era una antigüedad que podría ser vendida a muy buen precio; pero esto fue algo que no pude platicar con ella por que al poco tiempo de recibirlo, mi madre murió.

Y el piano de mi tía estaba ahí, como burlándose, festejando la perdida de mi madre.

Una noche oí sus notas, como cuando me daba clases de piano mi tía, me levanté para darme cuenta que nadie lo estaba tocando; simplemente me parecían sus teclas como una sonrisa cínica en el marco de una pintura negra —fúnebre— y nueva a la vez; pero se me ocurrió una brillante idea: pintarlo, cambiarlo de color.

Mandé comprar lija, y bajo el asombro de mis hijos y de mi esposa me puse a lijarlo, alguno de mis hijos me dijo: "¿Qué hace papá? ¡¡ese piano es una antigüedad!!" No me importaba lo que pensaran, tenía que cambiarle el color.

Estaba tan metido en mi empeño de transformar el piano, que no me di cuenta que el negocio que había puesto con mis hijos estaba en problemas; al poco tiempo perdimos el negocio. Como tampoco me di cuenta que uno de mis hijos estaba en malos pasos, y al poco tiempo, lo echaron a la cárcel.

El piano. El piano me tenía obsesionado.

Llegó aun más, mal tiempo; más problemas. Se acabó el dinero, no había para los gastos, a tal que un día nos cortaron la luz; y llevé a vender el piano. Piano por el cual tan solo me dieron doscientos pesos.

Piano que fue testigo de la maldad de mi tía, y de mi madre los malos concejos. Piano que fue testigo de mi propia maldad; piano que volvió a mi vida para burlarse.

Ahora lo entiendo claramente, nada queda impune. Tarde o temprano; con todo y los muy buenos pretextos; con creces, todo se paga. Todo se paga en esta vida. Con creces. Todo.

El piano. El piano me dejó loco... El piano... El piano... El piano... ¿De Catalina de Siena o de Ana Bolena? El piano decorativo... No; el piano vengativo... El piano de los lamentos. El piano de los muertos. El piano. El piano de Santa Teresita, el piano de Dios Padre. El Piano. ¡El Piano! El piano justiciero... El piano...

Atentamente, y aunque ese piano ya no es posesión mía, entre su melodía —perpetua— con todo y pena, os saludo, y os reitero, cuidado, todo se paga. Con creces. —Todo—. Cuidado. El piano...

—Iñaki E. Fernandez—

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