Anónimo dijo...
Como policías municipales, se nos hizo común; a mi pareja —compañero de trabajo— y a mi, ver a una chavala, muy guapa —vestida de blanco— lo que era poco común era la hora y la elegancia como estaba vestida; exactamente a las cero horas; sentada en los escalones de la Iglesia de San Francisco en la calle tercera; estando el inmueble cerrado.
Con el código pertinente al reportarla, nos detuvimos para interrogarla:
—¿Se fugó de su casa, señorita? —Le pregunté.
—A usted que le importa, —me dijo.
—¿Qué hace aquí a las 12 de la noche, no se da cuenta del peligro que corre?
—A usted que le importa. —Volvió a contestarme; ahora con un poco de desesperación.
—Mire, señorita, ahora hay muchas dependencias del gobierno que la pueden ayudar, si tuvo algún problema —intrafamiliar— en su casa, o cualquier problema, ahora hay donde la pueden atender...
Ella, esta vez se quedó callada, cuando intervino mi compañero de trabajo y le dijo:
—Vamos, déjanos llevarla a su casa, sus papás han de estar muy preocupados.
—Lo que pasa es que... —nos dijo pero se detuvo.
—Si necesita hablar hágalo, piense que la queremos ayudar, —inisitió mi compañero.
—Lo que pasa es que mi padre no me entiende, y mi novio... no hace por convenserlo.
—Y ¿te dejó plantada aquí? —le pregunté.
—No.
—Vamos —le dijo mi compañero— en el camino nos terminas de platicar todo lo que quieras como amigos.
Se subió la chavala a la patrulla, y le pregunté por su casa y su nombre.
—Enriqueta, vivo en la colonia Castillo.
Y al voltear a verla, y a nuestra vista... ya no estaba.
El código —al reportarla— quedó inconcluso. No sabíamos mi pareja —compañero de trabajo— y yo, que se trataba de la novia de Tijuana.
Ahora los interrogados somos nosotros.
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