Con motivo del aniversario 122 de Tijuana, mi testimonio:
De niño, lo tuve hasta de más, feliz fue mi infancia en Monterrey, mi nostálgica ciudad natal. De padres muy buenos y una vez, muy bien acomodados. Mis fiestas infantiles —incomparables— no he visto fiestas tan bonitas como las que hacían mis padres; y sus navidades llenas de tantos juguetes y otros regalos. Vivía en una casa modesta, pero muy grande. Amado por las sirvientas y mis familiares —y mis primos y primas— inigualables.
Todo aquello se acabó. Desafortunadamente, se enojaron mi papá y mi abuelo; y el afecto que se tenían quedó en el aire; y ese aire fue lo que me trajo a la de entonces, Tijuana.
Tijuana, llena de polvo y de leyendas.
Así que si alguien me preguntaba ¿extrañas Monterrey? Yo contestaba, sin pensarlo mucho: —no me importa que me hayan alejado, dejando los regalos y la casa donde vivía, ni a los primos—; pero mi reproche era —haberme traído a un lugar lleno de polvo y de leyendas—.
De una ciudad, parecía que me habían traído a un pueblo polvoriento. Y parecía que no había nada de las cosas y de la gente; de quienes, y a lo que yo —tanto— estaba acostumbrado de mi ciudad natal; mi abuelita, mis amigos de la escuela y… Otras tantas cosas que de niño, uno quiere.
Tijuana era aun, una «ciudad» muy chica —si se le podía llamar ciudad— parecía que solo tenía una sola calle, ningún lugar a donde ir, y la arena de un Santa Ana fue lo que nos dio la bienvenida. Lo que ahora es la zona del rio, era entonces, kilómetros y kilómetros de yonkes; de norte a sur, y parecía que de lado a lado, —y a un lado— de la única calle pavimentada.
A la casa a donde me llevaron, los vecinos hablaban de un fantasma. No que fuera algo que me importada, nunca le tuve miedo —ni he creído— en los fantasmas. Pero en la carretera a Mexicali, la dama de blanco ya era popular en esos días, y decían que Juan Soldado se aparecía, asustando y a la vez clamando... Y hasta la Rumorosa, rumoraba como rumorea ahora...
Aquí solo hay leyendas.
Los vientos de Santa Ana, y las plantas secas, redondas que con el aire giran y giran por la carretera que ahora sé, le llaman trotamundos o ruedadesiertos, le hacían eco y escenario a tantos de esos relatos.
En la escuela esas «historias» era algo que mucho nos entretenía y a la vez nos asustaba; y hasta en el periódico, una que otra leyenda se colaba entre sus notas.
El futuro me llamaba.
Y la muchacha aquella, de aquella esquina; la bailarina, la rumbera, la que luego supe era de Tijuana, una de sus más queridas hijas, conmigo se presentaba.
Y sin darme cuenta, vi crecer a esta ciudad, crecer y progresar ante mis ojos; sus leyendas y sus historias cobraron sentido y vida, ahora lo entiendo. Como ahora entiendo, que de adoptado, pasé ha ser un verdadero hijo.
Dios mío, tuve que llegar a viejo, para darme cuenta que esta zona es y esta rica en leyendas. Rica en historia y rica de un gran deseo de seguir adelante.
Tijuana de mis recuerdos —sutilmente acogedora— y la de ahora: Progresista —lo sé— por que me tocó vivirlo.
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