jueves, 1 de noviembre de 2012

Los Vecinos Raros


Este relato no es de aparecidos, ni de fantasmas... ¿De misterio? No sé, se los dejo a su criterio. Todo empezó allá en mi infancia. Soy un anciano, tengo ya muchos años y antes de que cierre mis ojos para siempre; quiero compartir con alguien esta experiencia— que no quiero que se quede en el olvido, que no quiero llevarme a la tumba.

Yo tenía once años, o menos, el paisaje era totalmente diferente —a nuestra actualidad—, La Postal y La Colonia Ruiz Cortines, parecían pequeños poblados. Eramos muy pocos colonos. Y nosotros quince de familia. —Contando a los abuelos—.

La gente parece que siempre es la misma, nuestra gente —mexicana— parece que nunca cambia; los pobres que no quieren a los ricos y los ricos que no quieren a los pobres; y la clase media que no existe... pero estas cosas no es de lo que quiero hablar.

De lo que quiero hablar es de este recuerdo que acaricio de cuando en cuando en mi memoria...

Eramos muy pobres, eramos muchos y mi señor padre que no podía mantenernos, y me pusieron a bolear calzado, junto con otros de mis hermanos; bajábamos la antigua y polvorienta calle cuya bajada es una de las más empinadas de la ciudad, y nos íbamos hasta el centro para trabajar entre lo que ahora es la Revolución y la Constitución, para ayudar con los gastos a mis padres.

Y aunque vivíamos entre gente más o menos de nuestra condición económica y social; nosotros eramos los más pobres de la colonia: los boleros, los más amolados, los hambrientos... Pero seguro que por ser muchos, eramos muy unidos; y no nos importaba la critica de los vecinos.

Tal vez por esta situación, muy seguido nos dejaba alguien en la puerta de la casa alguna caja o bolsa de papel de las que se usaban antes; con un poco de despensa.

Pero nosotros no eramos los raros de la colonia; había otra familia que parecía de otra parte del mundo, de otra raza, o de otro planeta: les decíamos, "los raros".

Los raros no salían de su casa; eran el tema de conversación de grandes y chicos; de todos los vecinos. Los únicos que no salían al cine en la calle —cuando se usaba cerrar la calle para una pantalla—. Nadie sabía como se llamaban. Unos decían que eran de Rumania otros de Transilvania. Eran muy blancos, eran serios, eran un misterio.

Pero yo los saludaba y les decía adiós de lejos; aunque en mi casa estaba prohibido hablarles, aunque los niños vecinos de mi se burlaran, yo los saludaba. Para mi eran personas, no marcianos. Antes no era muy común tener vecinos diferentes. Pero lo que si era común era ver a los pachucos, pandilleros de aquella época; que procedentes de Estados Unidos —muchos de ellos— se sentían los amos y señores de las colonias.

Un día uno de esos pachucos me reconoció que yo era uno de los niños que boleaba zapatos en el centro; y me dijo: —muchacho, boleame los zapatos.

Muy obediente me puse a bolearle sus zapatos; y a la hora de cobrarle, me dijo: —ya te puedes ir— Sin pagarme y sin darme ni siquiera las gracias.

En otra ocasión ese mismo pachuco me vio y —aunque traté de esquivarlo— me persiguió y me pidió otra vez bolearle el calzado; esta vez iba con mi hermano y el pachuco con dos pachucos más... Le dije a mi hermano: —Corre!

Estábamos como a dos cuadras de la casa; y corríamos en esa dirección; pero los pachucos nos alcanzaron, agarrándome a mi del cuello de mi camisa y a mi hermano, del brazo. Exactamente en frente de la casa de "los raros".

Estábamos tan agitados y con tanto miedo que no podíamos ni hablar; pero de esa casa salió un raro, luego otro, otros más; papá raro y mamá rara... Y los pachucos, no sé si por miedo o por vergüenza, se fueron.

Uno de ellos —los raros— nos preguntó que si estábamos bien, y mientras se metían otra vez a la casa, "mamá rara" sacó de su casa, una bolsa de aquellas de papel con un poco de despensa y esta vez la puso en mis manos.

Nunca les di las gracias, por eso lo quiero hacer aquí; por este conducto, como si por obra de la casualidad por aquí —en este espacio— estas personas me leyeran o me escucharan, y al hacerlo yo mismo me desahogara, quitándome un gran peso de encima,  gracias.


—Ahora, un Viejo Agradecido—

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