Nunca se me va olvidar el día que se murió mi papá; la noche anterior y previa a su muerte estuve con él, acompañándolo...
«Ya todos sus órganos están delcinando». Dijo un doctor a una enfermera, mientras yo los escuchaba a fuera del cuarto de terapia intensiva... «Ya le dejó de funcionar la vejiga, le queda poco».
Todavía quería que hubiera esperanza, pero el doctor y las enfermeras ya hablaban de él, como si ya estuviera muerto: «El de afuera ¿era su hijo?». "Era", quién sabe cuantas veces dijeron la palabra "era".
— ¿Era de la fe católica? —Me dijo una enfermera. —Es... todavía no se a muerto, o ¿qué ya se murió y no me lo han dicho? le dije.
—Disculpa, es que... a su papá ya le están declinando sus órganos, ¿son católicos?
—No... bueno sí, pero mi papá dejo de serlo —le dije.
—Ya no hay más que se pueda hacer, —me volvió a decir gentilmente—. Si quieres ve por un sacerdote al menos, para que tú te sientas mejor...
Salí del hospital y me dirigí al seminario de la calle diez, en Tijuana... Eran pasaditas las diez de la noche, y la oficina estaba cerrada, sin nadie para preguntar. Sin un alma a la vista... Y, aceptando con paz que mi papá ya no era creyente, opté por regresarme al hospital.
La enfermera con la que había hablado ya no estaba, habían cambiado de turno y yo no me di cuenta por andar buscando un sacerdote. La nueva enfermera a mi parecer parecía alemana, le pregunté:
—¿Por qué le cubrieron con vendas los ojos a mi papá?
—Por si Dios le hace el milagro, para que no se le resequen, ya que después de varios días en terapia intensiva, se empiezan a secar las retinas de los ojos. ¿Ya fue por un sacerdote?
—Vengo de buscar uno; pero el seminario y todas las iglesias están cerradas. —Le dije.
—Qué importa, —me dijo mientras tomaba y levantaba una de las manos de mi papá para besarla— se ve que su papá fue muy bueno.
No pude más y me salí de la habitación. Pensando mil cosas. Triste y resignado. Al poco tiempo se oyó el sonido del aparato que marca el sonido del corazón, ahora con un sonido agudo y seguido. La enfermera llamó a través de un timbre a todos los doctores del hospital. Trataron de revivirlo, no se pudo.
A los pocos días después de los funerales, y del entierro; recordé a la enfermera que le tomó una de sus manos para besarla, y dije, «al menos debo ir a darle gracias, con un pequeño detalle». Compré una tarjeta y le agregué un billete de veinte dólares; me fui para al hospital a preguntar por la enfermera que cubre el turno nocturno. «Llega a las diez cuarenta y cinco de la noche», me dijo la recepcionista. Volví a esa hora, y volví a preguntar por ella... La mandan llamar pero no era la que buscaba.
—Yo he sido la única enfermera que cubre este turno, —me dijo la que no había visto.
—La enfermera que yo busco es alta, güera, fornida, parece alemana, ¿qué ya no está con ustedes?
—¡Que raro! —Me dice la recepcionista— Aquí no hay una que llene esa descripción.
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